FIESTA DE PENTECOSTES

En cierta ocasión se encontraba una maestra en clase de religión con sus alumnos de tercero de primaria. Y les pregunta: - "Quién de ustedes me sabe decir quién es la Santísima Trinidad?" Y uno de los niños, el más despierto, grita: - "¡Yo, maestra! La Santísima Trinidad son el Padre, el Hijo ¡y... la Paloma!"

Para cuántos de nosotros el Espíritu Santo es precisamente eso:¡una paloma! De esa forma descendió sobre Cristo el día de su bautismo en el Jordán y así se le ha representado muchas veces en el arte sagrado. Pero ¡el Espíritu Santo no es una paloma! ¿Cómo se puede tener un trato humano, profundo y personal con un animalito irracional? La paloma es, a lo mucho, un bello símbolo de la paz, y nada más. Y, sin embargo, el Espíritu Santo es la tercera Persona de la Trinidad Santísima y Dios verdadero.

En la solemnidad de hoy celebramos la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles el día de Pentecostés. Pero en las lecturas de la Misa de hoy nos volvemos a encontrar con la misma dificultad de antes: el problema del lenguaje. En el pasaje de los Hechos de los Apóstoles se nos narra que el Espíritu Santo bajó del cielo "en forma de un viento impetuoso que soplaba". ¡Otra imagen! Como el viento que mandó Dios sobre el Mar Rojo para secarlo y hacer pasar a los israelitas por en medio del mar, liberándolos de la esclavitud del faraón y de Egipto (Ex 14, 21-31); o como ese viento que el mismo Dios hizo soplar sobre un montón de huesos áridos para traerlos a la vida, según nos refiere el profeta Ezequiel (Ez 37, 1-14). El mismo Cristo en el Evangelio de hoy usa también la imagen del viento para hablarnos del Espíritu Santo: "Jesús sopló sobre ellos y les dijo: Reciban el Espíritu Santo". La misma palabra espíritu significa, etimológicamente, viento: procede del latín, spíritus (del verbo spiro, es decir soplar). El vocablo hebreo, ruah, tiene el mismo significado. Y la palabra latina que se usaba para decir alma era ánima, que a su vez viene del griego ánemos, viento.

El libro del Génesis nos narra que, cuando Dios creó al hombre modelándolo del barro, "le sopló en las narices y así se convirtió en un ser vivo" (Gén 2,7). Por eso también Cristo, como el Padre, sopla su Espíritu sobre sus apóstoles para transmitirles la vida. Sin el aliento
vital nada existe. Así como el cuerpo sin el alma es un cadáver, el hombre sin el Espíritu Santo está muerto y se corrompe. Por eso, en la profesión de fe, decimos que "creemos en el Espíritu Santo, que es Señor y Dador de vida". ¿Y cómo nos comunica esa vida? Cristo lo dice a continuación: "a quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados..." Es la vida de la gracia santificante, que producen los sacramentos: el bautismo, la confesión, la Eucaristía y los otros cuatro. Él es el Espíritu Santificador, que da vida, alienta todo y "anima" todo. Es esto lo que Cristo nos quiere significar con esta imagen del viento.

En la Sagrada Escritura se nos habla del Espíritu Santo a través de muchas otras imágenes, dada nuestra pobre inteligencia humana, incapaz de abarcar y de penetrar en el misterio infinito de Dios. En la primera lectura misma que acabamos de referir, se nos dice que descendió "como lenguas de fuego" que se posaban sobre cada uno de los discípulos.

La imagen del fuego es también riquísima a lo largo de toda la Biblia. Es el símbolo de la luz, del calor, de la energía cósmica, de la fuerza. El Espíritu Santo es todo eso: el fuego de la fe, del amor, de la fuerza y de la vida.

Pero, además de las mil representaciones, el Espíritu Santo es, sobre todo, DIOS. Es Persona divina, como el Padre y el Hijo. Es el Dios-Amor en Persona, que une al Padre y al Hijo en la intimidad de su vida divina por el vínculo del amor, que es Él mismo. Vive dentro de nosotros, como el mismo Cristo nos aseguró: "Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a hacer en él nuestra morada" (Jn 14,23).

Podemos decir que una persona que amamos vive dentro de nosotros por el amor. Y si esto es posible en el amor humano, con mucha mayor razón lo es para Dios. El Espíritu Santo y la Trinidad Santísima viven dentro de nosotros por el amor, la fe, la vida de gracia, los sacramentos y las virtudes cristianas. El "dulce Huésped del alma" es otro de sus nombres; y san Pablo nos recuerda: "¿No saben que son templos de Dios y que el Espíritu Santo habita dentro de ustedes?" (I Cor 3,16).

Podríamos decir tantísimas cosas del Espíritu Santo y nunca acabaríamos. Pero lo más importante no es saber mucho, sino dejar que Él viva realmente dentro de nosotros. Y esto será posible sólo si le dejamos cabida en nuestro corazón a través de la gracia santificante: donde reina el pecado no hay vida. Es imposible que convivan juntos el día y la noche, o la vida y la muerte. Dios vivirá en nosotros en la medida en que desterremos el pecado y los vicios para que Él verdaderamente sea el único Señor de nuestra existencia. ¿Por qué no comienzas ya desde este mismo momento?


Durantes este fin de semana conmemoramos dos grandes fiestas católica, la primera es el reconocimiento a María, bajo la advocación de la Auxiliadora a quien Don Bosco eligió como Madre, Maestra y Amiga de su comunidad Salesiana.
Como segundo celebramos la Venida del Espíritu Santo sobre la Virgen María y los apóstoles, a quienes les otorgó siete grandes regalos, Sabiduría, Ciencia, Entendimiento, Consejo, Fortaleza, Piedad y Temor de Dios.
Nos unimos a estas dos grandes fiestas y Pedimos a nuestro Altísimo que nos otorgue lo necesario para nuestras vidas.


CONMEMORACION A MARIA AUXILIADORA




Sueño de los nueve años



Cuando yo tenía unos nueve años, tuve un sueño que me quedó profundamente grabado en la mente para toda la vida. En el sueño me pareció estar junto a mi casa, en un paraje bastante espacioso, donde había reunida una muchedumbre de chiquillos en pleno juego. Unos reían, otros jugaban, muchos blasfemaban. Al oír aquellas blasfemias, me metí en medio de ellos para hacerlos callar a puñetazos e insultos. En aquel momento apareció un hombre muy respetable, de varonil aspecto, noblemente vestido. Un blanco manto le cubría de arriba a abajo, pero su rostro era luminoso, tanto que no se podía fijar en él la mirada. Me llamó por mi nombre y me mandó ponerme al frente de aquellos muchachos, añadiendo estas palabras:
No con golpes, sino con la mansedumbre y la caridad, deberás ganarte a estos amigos. Ponte, pues, ahora mismo a enseñarles la fealdad del pecado y la hermosura de la virtud.
Aturdido y espantado, dije que yo era un pobre muchacho ignorante, incapaz de hablar de religión a aquellos jovencitos. En aquel momento, los muchachos cesaron en sus riñas, alborotos y blasfemias y rodearon al que hablaba. Sin saber casi lo que me decía, añadí:
¿Quién sois para mandarme estos imposibles?
Precisamente porque esto te parece imposible, deberás convertirlo en posible por la obediencia y la adquisición de la ciencia.
¿En dónde? ¿Cómo podré adquirir la ciencia?
Yo te daré la Maestra, bajo cuya disciplina podrás llegar a ser sabio y, sin la cual, toda sabiduría se convierte en necedad.
Pero, ¿quién sois vos que me habláis de este modo?
Yo soy el Hijo de Aquella a quien tu madre te acostumbró a saludar tres veces al día.
Mi madre me dice que no me junte con los que no conozco sin su permiso; decidme, por tanto vuestro nombre.
Mi nombre pregúntaselo a mi Madre.
En aquel momento vi junto a él una Señora de aspecto majestuoso, vestida con un manto que resplandecía por todas partes, como si cada uno de sus puntos fuera una estrella refulgente. La cual, viéndome cada vez más desconcertado en mis preguntas y respuestas, me indicó que me acercase a ella, y tomándome bondadosamente de la mano, me dijo:
Mira.
Al mirar me di cuenta de que aquellos muchachos habían escapado, y vi en su lugar una multitud de cabritos, perros, gatos, osos y varios otros animales.
He aquí tu campo, he aquí en donde debes trabajar. Hazte humilde, fuerte y robusto, y lo que veas que ocurre en estos momentos con estos animales, lo deberás tú hacer con mis hijos.
Volví entonces la mirada y, en vez de los animales feroces, aparecieron otros tantos mansos corderillos que, haciendo fiestas al Hombre y a la Señora, seguían saltando y bailando a su alrededor.
En aquel momento, siempre en sueños, me eché a llorar. Pedí que se me hablase de modo que pudiera comprender, pues no alcanzaba a entender que quería representar todo aquello. Entonces Ella me puso la mano sobre la cabeza y me dijo:
A su debido tiempo, todo lo comprenderás.
Dicho esto, un ruido me despertó y desapareció la visión. Quedé muy aturdido. Me parecía que tenía deshechas las manos por los puñetazos que había dado y que me dolía la cara por las bofetadas recibidas; y después, aquel personaje y aquella señora de tal modo llenaron mi mente, por lo dicho y oído, que ya no pude reanudar el sueño aquella noche.
Por la mañana conté en seguida aquel sueño; primero a mis hermanos, que se echaron a reír, y luego a mi madre y a la abuela. Cada uno lo interpretaba a su manera. Mi hermano José decía:
Tú serás pastor de cabras, ovejas y otros animales.
Mi madre:
¡Quién sabe si un día serás sacerdote!
Antonio, con dureza:
Tal vez, capitán de bandoleros.
Pero la abuela, analfabeta del todo, con ribetes de teólogo, dio la sentencia definitiva:
No hay que hacer caso de los sueños.
Yo era de la opinión de mi abuela, pero nunca pude echar en olvido aquel sueño. Lo que expondré a continuación dará explicación de ello. Yo no hablé más de esto, y mis parientes no le dieron la menor importancia. Pero cuando en el año 1858 fuí a Roma para tratar con el Papa sobre la Congregación salesiana, él me hizo exponerle con todo detalle todas las cosas que tuvieran alguna apariencia de sobrenatural. Entonces conté, por primera vez, el sueño que tuve de los nueve a los diez años. El Papa mandó que lo escribiera literal y detalladamente y lo dejara para alentar a los hijos de la Congregación; ésta era precisamente la finalidad de aquel viaje a Roma.